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miércoles, 13 de agosto de 2025

EL ORGULLO GAY: ENTRE LA LUZ Y LA SOMBRA

 





La palabra orgullo habita en un territorio de doble filo. En su faz más noble, es la afirmación serena de lo que uno es, sin necesidad de excusas ni permisos; en su faz más oscura, roza la vanidad y el exceso de mostrarse, como quien grita para convencerse de que existe. Así, cuando pienso en el Día del Orgullo LGBTI+, no puedo evitar contemplar esa dualidad y preguntarme en qué medida su celebración encarna lo primero y en qué medida se desliza hacia lo segundo.

El espíritu fundacional de esta fecha es innegablemente justo: proclamar que ninguna persona debe avergonzarse por su orientación sexual o identidad de género; recordar que la diversidad no es una anomalía, sino una de las infinitas formas en que la naturaleza se expresa. Es un canto a la libertad y a la igualdad, y en ello no hay fisura posible.

Pero observo, en algunos desfiles y celebraciones, una escenografía que parece querer imponerse más por el impacto que por el diálogo: cuerpos casi desnudos, gestos deliberadamente provocadores, música atronadora, una estética del exceso que, en ocasiones, se asemeja más a la caricatura que a la reivindicación. Y entonces me pregunto: si el anhelo es ser visto como igual, ¿no es paradójico buscarlo a través de una imagen que enfatiza lo distinto hasta el límite de lo grotesco?

El respeto, pienso, no se arranca de las manos de nadie: se siembra, se riega, se cosecha. Y esa siembra exige a veces más sutileza que estruendo. No es cuestión de ocultar la diferencia, sino de presentarla como parte natural del todo, sin que necesite disfraces de provocación para justificarse.

La provocación puede ser un lenguaje legítimo, sobre todo cuando se enfrenta a un poder que niega y oprime. Pero, una vez conquistados ciertos espacios, quizá convenga preguntarse si seguir hablando a gritos no es, en cierto modo, hablarle al vacío. Tal vez el triunfo definitivo del orgullo no se mida en decibelios ni en centímetros de tela, sino en la tranquila certeza de caminar por la calle —cualquier calle, cualquier día— sin que esa diferencia merezca un comentario, ni a favor ni en contra.

En ese silencio, en esa naturalidad, acaso resida el orgullo más profundo: el de no tener ya que declararlo.

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