viernes, 28 de octubre de 2011

VIOLA











Manuel Viola (Zaragoza, 1916- Madrid, 1987) es uno de los grandes pintores aragoneses del siglo XX. Alcanzó una inicial notoriedad en París, en la inmediata posguerra, donde frecuentó a Hans Hartung, a Francis Picabia, André Breton, Benjamin Péret o Pablo Picasso, y conquistó una proyección internacional incuestionable en la década de los 60. Su fama, acompañada de éxitos, era tan nítida que mantuvo hasta cinco estudios abiertos en Ríos Rosa y El Escorial, donde murió en 1987, en Ginebra, en París y en Bruselas, ciudad en la cual residió ocho meses y desde donde hizo la escenografía para el espectáculo flamenco de Zambra.


Pero, además, fue poeta -dijo una vez: “Soy un poeta fracasado. Esto de convertirme en pintor ha sido un accidente”-, escenógrafo, teórico, un conversador infatigable, un buen bebedor, actor de televisión y, sobre todo, un personaje con sus tics teatrales, envuelto en un río desbordado de anécdotas y peripecias. En una de ellas, recogida por Jaime Esaín en la revista “Artes Plásticas”, en un especial dedicado a Aragón en 1979, se cuenta “el famoso trueque con Luis Miguel Dominguín de un cuadro por un Cadillac, que luego regaló, como vivienda, a una familia calé”. De ahí que también fuese conocido como “el pintor gitano”, de leonada melena al viento y voz rota. Escribió un cronista madrileño: “Su voz es un caos, un estropicio de fonética”.

Las fotos que conservaba Carlos Bartolomé (durante algún tiempo, galerista de su obra en cerámica) y que le cedió en un archivo de cartón a Pepe Cerdá, reflejan claramente su personalidad: apasionado ante el cuadro, vehemente, vital. Un puro torbellino de vida y de creación. En ese archivo “Kanguros” hay catálogos, tarjetas de inauguración de exposiciones, reproducción de revistas, recortes de prensas, artículos de fondo y varias entrevistas, entre ellas una muy jugosa de Fernando Huici en 1979, centrada en su relación con Francis Picabia (de quien se conmemoraba el centenario de su nacimiento) en los años de París.
Además de recordar que le gustaban sus paellas, señala el aragonés: “Una vez que llovía copiosamente estábamos observando unas estatuas rococó. Entonces me dijo: ‘Imagina que esas estatuas fueran de jabón. ¡Qué bella obra tendríamos ahora!’. Otra vez me dijo que la mejor colección de pintores estaría formada por aquellos que, durante la noche, pintaran magníficos cuadros en la suela de sus zapatos y, al día siguiente, se pasearan con ellos puestos en el Louvre”.