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domingo, 21 de diciembre de 2025

LO QUE NOS UNE Y LO QUE NOS SEPARA

 



<<Esta reflexión viene a propósito de que, en unos días, nos juntaremos con nuestras respectivas familias, con el fin de disfrutar de su compañía, de saber los unos de los otros, pues en algunos casos, llevamos mucho tiempo sin vernos, y tenemos la expectativa de que lo pasaremos muy bien. Pero suele suceder que, nos ponemos a hablar de cualquier tema y, sin darnos cuenta, nos vemos involucrados en una discusión que termina en disputa e incluso, en algunos casos, puede terminar fatal, destrozando la fiesta que nos prometíamos.>>

Me gusta imaginar nuestro planeta como una nave espacial que navega por el Universo. Una nave frágil, suspendida en la inmensidad, acompañada por una infinidad de otras naves que desconocemos. Quizá por eso deseamos, en el fondo, que nunca lleguen a encontrarse: no tanto por miedo al otro, sino por la certeza de no estar preparados para comprender lo verdaderamente distinto.

En esa nave llamada Tierra viajamos hoy cerca de ocho mil millones de seres humanos. Ocho mil millones de historias, miradas, temores, sueños y contradicciones compartiendo un espacio finito durante un tiempo extraordinariamente breve. Cada uno de nosotros es, a la vez, pasajero y paisaje para los demás.

A lo largo de nuestra vida nos cruzaremos con muchos de esos pasajeros. Con unos pocos compartiremos casi todo el trayecto: la familia, los amigos, la pareja, los hijos. Con otros coincidiremos durante etapas concretas, como compañeros de trabajo o miembros de determinados grupos. A muchos los veremos solo de forma ocasional, quizá una única vez. Y a la inmensa mayoría jamás llegaremos a conocerlos.

La vida es corta. No solo porque su duración sea limitada, sino porque nuestra forma de vivirla la comprime aún más. Pasamos la mayor parte del tiempo ocupados en actividades que apenas dejan espacio para el encuentro auténtico. Incluso cuando estamos juntos, rara vez estamos realmente presentes. Vivimos acelerados, distraídos, agotados. Hablamos mucho, pero decimos poco. Escuchamos, pero apenas comprendemos.

Y, sin embargo, pese a esa convivencia parcial y superficial, resulta sorprendente —y doloroso— lo difícil que nos resulta mantener relaciones armónicas con nuestros congéneres. No me refiero a personas radicalmente distintas a nosotros, sino precisamente a quienes consideramos más próximos:
personas de nuestra misma raza, país e idioma;
de nuestra provincia o nuestro pueblo;
de nuestra religión o ideología política;
de nuestra empresa, nuestro grupo de amigos o nuestra propia familia.
Y, más cerca aún, de nuestro círculo más íntimo: la pareja, los hijos, aquellos a quienes decimos amar.

¿Por qué es tan difícil entendernos?

Tal vez porque partimos de una premisa falsa: creemos que entender es coincidir. Esperamos que el otro vea el mundo como nosotros lo vemos, que sienta como nosotros sentimos, que piense como nosotros pensamos. Cuando eso no ocurre, aparece la frustración. Y de la frustración nace el conflicto.

Pero entender no es coincidir. Entender es aceptar que el otro habita una realidad distinta, aunque camine por la misma nave. Es reconocer que su forma de mirar el mundo no invalida la nuestra, del mismo modo que la nuestra no invalida la suya. Sin embargo, esta aceptación exige una madurez que no siempre estamos dispuestos a asumir.

A esta dificultad se suma el peso del ego. El ego no como vanidad explícita, sino como esa necesidad profunda de tener razón, de sentirnos validados, de proteger la imagen que tenemos de nosotros mismos. Cuando discutimos, rara vez defendemos solo ideas; defendemos identidades. Y cuando alguien cuestiona nuestras ideas, sentimos —aunque no lo reconozcamos— que nos cuestiona a nosotros.

Así, el diálogo se convierte en un combate. No buscamos comprender, sino ganar. No escuchamos para aprender, sino para responder. Y en ese juego, incluso cuando creemos haber vencido, todos salimos perdiendo.

Hay otro aspecto fundamental que solemos olvidar: cada ser humano es el resultado de una historia única e irrepetible. Aunque compartamos idioma, cultura, educación o sangre, nadie ha vivido exactamente lo mismo que nosotros. Cada persona carga con una biografía invisible hecha de experiencias tempranas, carencias, afectos, heridas, miedos y expectativas. Ese equipaje silencioso condiciona nuestra forma de interpretar la realidad.

Pretender que el otro “debería entendernos” por el simple hecho de ser cercano es una trampa habitual. La cercanía no garantiza comprensión; a veces incluso la dificulta, porque proyectamos sobre el otro nuestras propias expectativas y nos frustramos cuando no las cumple.

Vivimos, además, en una cultura que penaliza la lentitud y la profundidad. Escuchar de verdad requiere tiempo. Comprender exige silencio. Y ambos requieren una atención que hoy está permanentemente fragmentada. Sin escucha profunda no hay entendimiento posible, solo intercambio de monólogos.

A esto se añade el miedo a la vulnerabilidad. Entender y ser entendido implica mostrarse tal como uno es: con dudas, contradicciones, inseguridades y emociones incómodas. Pero abrirse supone exponerse, y exponerse implica riesgo. Por eso preferimos, muchas veces, levantar defensas antes que tender puentes. Discutimos sobre lo accesorio para no hablar de lo esencial. Callamos lo importante y nos alejamos sin haber dicho lo que de verdad nos duele.

Paradójicamente, cuanto más cerca está alguien, más difícil puede resultar el entendimiento. Las expectativas son mayores, las heridas más profundas y el impacto de la incomprensión más intenso. La intimidad no elimina el conflicto; lo amplifica.

Llegados a este punto, cabe preguntarse si parte del problema no reside en aquello que nunca nos enseñaron. Aprendimos matemáticas, historia, ciencias y lenguas. Aprendimos a producir, competir y adaptarnos. Pero nadie —o casi nadie— nos enseñó a relacionarnos.

Tal vez debería existir una asignatura fundamental, impartida tanto en casa como en la escuela, que podríamos llamar Las Relaciones Humanas. No como un conjunto de normas, sino como un aprendizaje para la vida. Una materia en la que se nos enseñara, por ejemplo:

  • a escuchar sin interrumpir, sin preparar la respuesta mientras el otro habla;
  • a poner nombre a lo que sentimos, porque lo que no se nombra se confunde o se transforma en conflicto;
  • a distinguir entre hechos e interpretaciones, para no discutir sobre suposiciones;
  • a gestionar el desacuerdo sin convertirlo en ataque personal;
  • a reconocer nuestros propios errores sin sentir que perdemos valor;
  • a expresar necesidades y límites con respeto, sin miedo ni agresividad;
  • a convivir con la diferencia, entendiendo que no todo lo distinto es una amenaza.

Quizá, si aprendiéramos desde pequeños que comprender no es ceder, que escuchar no es someterse y que dialogar no es perder, muchos conflictos nunca llegarían a estallar. Quizá descubriríamos que la comunicación no consiste en imponerse, sino en encontrarse.

Tal vez, en el fondo, nos cueste tanto entendernos porque aún estamos aprendiendo a entendernos a nosotros mismos. Porque quien no se escucha difícilmente puede escuchar. Quien no se comprende difícilmente puede comprender. Y quien no se acepta a sí mismo tiene grandes dificultades para aceptar al otro.

Y aun así, pese a todo, seguimos intentándolo. Seguimos buscando conexión, comprensión, sentido. Seguimos tendiendo la mano incluso después de habernos herido. En una nave diminuta que cruza un universo inmenso, ese esfuerzo no es menor. Es, quizá, lo más humano que hacemos.

La pregunta, entonces, no es solo por qué nos cuesta tanto entendernos, sino algo más incómodo y más profundo:

¿Estamos realmente dispuestos a aprender —en casa, en la escuela y en nuestra propia vida— a relacionarnos mejor, aunque eso implique renunciar a tener siempre razón para empezar, por fin, a comprender?

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