<<Esta reflexión viene a propósito de que, en unos
días, nos juntaremos con nuestras respectivas familias, con el fin de disfrutar
de su compañía, de saber los unos de los otros, pues en algunos casos, llevamos
mucho tiempo sin vernos, y tenemos la expectativa de que lo pasaremos muy bien.
Pero suele suceder que, nos ponemos a hablar de cualquier tema y, sin darnos
cuenta, nos vemos involucrados en una discusión que termina en disputa e
incluso, en algunos casos, puede terminar fatal, destrozando la fiesta que nos
prometíamos.>>
Me gusta imaginar nuestro planeta como una nave espacial que
navega por el Universo. Una nave frágil, suspendida en la inmensidad,
acompañada por una infinidad de otras naves que desconocemos. Quizá por eso
deseamos, en el fondo, que nunca lleguen a encontrarse: no tanto por miedo al
otro, sino por la certeza de no estar preparados para comprender lo
verdaderamente distinto.
En esa nave llamada Tierra viajamos hoy cerca de ocho mil
millones de seres humanos. Ocho mil millones de historias, miradas, temores,
sueños y contradicciones compartiendo un espacio finito durante un tiempo
extraordinariamente breve. Cada uno de nosotros es, a la vez, pasajero y
paisaje para los demás.
A lo largo de nuestra vida nos cruzaremos con muchos de esos
pasajeros. Con unos pocos compartiremos casi todo el trayecto: la familia, los
amigos, la pareja, los hijos. Con otros coincidiremos durante etapas concretas,
como compañeros de trabajo o miembros de determinados grupos. A muchos los
veremos solo de forma ocasional, quizá una única vez. Y a la inmensa mayoría
jamás llegaremos a conocerlos.
La vida es corta. No solo porque su duración sea limitada,
sino porque nuestra forma de vivirla la comprime aún más. Pasamos la mayor
parte del tiempo ocupados en actividades que apenas dejan espacio para el
encuentro auténtico. Incluso cuando estamos juntos, rara vez estamos realmente
presentes. Vivimos acelerados, distraídos, agotados. Hablamos mucho, pero
decimos poco. Escuchamos, pero apenas comprendemos.
Y, sin embargo, pese a esa convivencia parcial y
superficial, resulta sorprendente —y doloroso— lo difícil que nos resulta
mantener relaciones armónicas con nuestros congéneres. No me refiero a personas
radicalmente distintas a nosotros, sino precisamente a quienes consideramos más
próximos:
personas de nuestra misma raza, país e idioma;
de nuestra provincia o nuestro pueblo;
de nuestra religión o ideología política;
de nuestra empresa, nuestro grupo de amigos o nuestra propia familia.
Y, más cerca aún, de nuestro círculo más íntimo: la pareja, los hijos, aquellos
a quienes decimos amar.
¿Por qué es tan difícil entendernos?
Tal vez porque partimos de una premisa falsa: creemos que
entender es coincidir. Esperamos que el otro vea el mundo como nosotros lo
vemos, que sienta como nosotros sentimos, que piense como nosotros pensamos.
Cuando eso no ocurre, aparece la frustración. Y de la frustración nace el
conflicto.
Pero entender no es coincidir. Entender es aceptar que el
otro habita una realidad distinta, aunque camine por la misma nave. Es
reconocer que su forma de mirar el mundo no invalida la nuestra, del mismo modo
que la nuestra no invalida la suya. Sin embargo, esta aceptación exige una
madurez que no siempre estamos dispuestos a asumir.
A esta dificultad se suma el peso del ego. El ego no como
vanidad explícita, sino como esa necesidad profunda de tener razón, de
sentirnos validados, de proteger la imagen que tenemos de nosotros mismos.
Cuando discutimos, rara vez defendemos solo ideas; defendemos identidades. Y
cuando alguien cuestiona nuestras ideas, sentimos —aunque no lo reconozcamos—
que nos cuestiona a nosotros.
Así, el diálogo se convierte en un combate. No buscamos
comprender, sino ganar. No escuchamos para aprender, sino para responder. Y en
ese juego, incluso cuando creemos haber vencido, todos salimos perdiendo.
Hay otro aspecto fundamental que solemos olvidar: cada ser
humano es el resultado de una historia única e irrepetible. Aunque compartamos
idioma, cultura, educación o sangre, nadie ha vivido exactamente lo mismo que
nosotros. Cada persona carga con una biografía invisible hecha de experiencias
tempranas, carencias, afectos, heridas, miedos y expectativas. Ese equipaje
silencioso condiciona nuestra forma de interpretar la realidad.
Pretender que el otro “debería entendernos” por el simple
hecho de ser cercano es una trampa habitual. La cercanía no garantiza
comprensión; a veces incluso la dificulta, porque proyectamos sobre el otro
nuestras propias expectativas y nos frustramos cuando no las cumple.
Vivimos, además, en una cultura que penaliza la lentitud y
la profundidad. Escuchar de verdad requiere tiempo. Comprender exige silencio.
Y ambos requieren una atención que hoy está permanentemente fragmentada. Sin
escucha profunda no hay entendimiento posible, solo intercambio de monólogos.
A esto se añade el miedo a la vulnerabilidad. Entender y ser
entendido implica mostrarse tal como uno es: con dudas, contradicciones,
inseguridades y emociones incómodas. Pero abrirse supone exponerse, y exponerse
implica riesgo. Por eso preferimos, muchas veces, levantar defensas antes que
tender puentes. Discutimos sobre lo accesorio para no hablar de lo esencial.
Callamos lo importante y nos alejamos sin haber dicho lo que de verdad nos
duele.
Paradójicamente, cuanto más cerca está alguien, más difícil
puede resultar el entendimiento. Las expectativas son mayores, las heridas más
profundas y el impacto de la incomprensión más intenso. La intimidad no elimina
el conflicto; lo amplifica.
Llegados a este punto, cabe preguntarse si parte del
problema no reside en aquello que nunca nos enseñaron. Aprendimos matemáticas,
historia, ciencias y lenguas. Aprendimos a producir, competir y adaptarnos.
Pero nadie —o casi nadie— nos enseñó a relacionarnos.
Tal vez debería existir una asignatura fundamental,
impartida tanto en casa como en la escuela, que podríamos llamar Las Relaciones
Humanas. No como un conjunto de normas, sino como un aprendizaje para la vida.
Una materia en la que se nos enseñara, por ejemplo:
- a
escuchar sin interrumpir, sin preparar la respuesta mientras el otro
habla;
- a
poner nombre a lo que sentimos, porque lo que no se nombra se confunde o
se transforma en conflicto;
- a
distinguir entre hechos e interpretaciones, para no discutir sobre
suposiciones;
- a
gestionar el desacuerdo sin convertirlo en ataque personal;
- a
reconocer nuestros propios errores sin sentir que perdemos valor;
- a
expresar necesidades y límites con respeto, sin miedo ni agresividad;
- a
convivir con la diferencia, entendiendo que no todo lo distinto es una
amenaza.
Quizá, si aprendiéramos desde pequeños que comprender no es
ceder, que escuchar no es someterse y que dialogar no es perder, muchos
conflictos nunca llegarían a estallar. Quizá descubriríamos que la comunicación
no consiste en imponerse, sino en encontrarse.
Tal vez, en el fondo, nos cueste tanto entendernos porque
aún estamos aprendiendo a entendernos a nosotros mismos. Porque quien no se
escucha difícilmente puede escuchar. Quien no se comprende difícilmente puede
comprender. Y quien no se acepta a sí mismo tiene grandes dificultades para
aceptar al otro.
Y aun así, pese a todo, seguimos intentándolo. Seguimos
buscando conexión, comprensión, sentido. Seguimos tendiendo la mano incluso
después de habernos herido. En una nave diminuta que cruza un universo inmenso,
ese esfuerzo no es menor. Es, quizá, lo más humano que hacemos.
La pregunta, entonces, no es solo por qué nos cuesta tanto
entendernos, sino algo más incómodo y más profundo:
¿Estamos realmente dispuestos a aprender —en casa, en la
escuela y en nuestra propia vida— a relacionarnos mejor, aunque eso implique
renunciar a tener siempre razón para empezar, por fin, a comprender?
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