En mi casa siempre se me inculcó que la mejor regla para tratar a las demás personas era muy simple, “haz a los demás lo que quieras que ellos te hagan a ti” o “no hagas a los demás lo que no quieras que ellos te hagan a ti”, así de simple, pero parece ser que muchos no han asimilado bien este sencillo principio de convivencia. El otro es la empatía.
Todos sabemos las dificultades de convivencia que hemos tenido con nuestros propios hermanos, experiencia que no han podido sufrir los hijos únicos. En mi caso yo jugué con mucha ventaja, pues al ser el mayor y tener una diferencia mínima de seis años con mis hermanos, yo ejercía mi autoridad sobre ellos pero era testigo de las peleas entre si. Aquí, en este primer ámbito, es donde los humanos aprendemos a convivir, si es que aprendemos. Luego viene el colegio, donde la socialización es más compleja, pues es necesario adaptarse a convivir con más gente y cada uno de su padre y de su madre. Cada uno de nosotros somos un mundo pero cada familia es un universo y la visión de cada universo es muy diferente de la del otro, por eso tenemos las grandes dificultades en las relaciones humanas, porque cada cual vemos el mundo de una manera diferente, pero sobre todo tenemos un problema un gravísimo problema educativo: nadie nos enseña absolutamente nada para ser padres.
Con 10 a 14 años sufrí acoso, en el colegio, por parte de algunos que se empeñaban en hacerme la vida imposible y presumir de poder delante de otros compañeros. En principio yo huía las peleas pues pensaba que era absurdo pegarse por tonterías de un tonto, pero al final no tuve más remedio que pelearme con el tonto de turno y, lo curioso, es que ese tonto se convertía en amigo después de pelearnos. Nunca lo entendí.
Esta experiencia mía les sirvió a mis hijos cuando en el colegio les acosaron otros tontos.
Yo tuve la suerte de conocer a una persona muy especial en mi adolescencia que me ayudó a canalizar mis inquietudes e ignorancias, pues mi padre dedicaba casi todo el tiempo a trabajar y no tenía paciencia ni le quedaban energías para escucharme y cuando me hablaba era solo para darme órdenes o un cachete. La persona de la que hablo era el cura párroco del pueblo donde viví hasta los quince años y este hombre antes de yo marchar a Madrid, en una conversación me dijo “a los hijos hay que empezar a educarlos desde antes de que nazcan” y yo aprendí la lección. A pesar de mi temprana edad me lo planteé y comencé, aparte de mis estudios académicos, a formarme para ser un buen padre en el futuro. Comencé a analizar, primero como me trataban mi padre y mi madre, de una forma totalmente diferente, casi opuesta, y lo que podía ver de los padres de mis amigos. Según observaba actitudes y comportamientos, iba separando las acciones que consideraba adecuadas de las que para mí no eran correctas, y al considerar que esto era muy importante para mi formación como padre, lo tuve en cuenta y bajo observación, hasta que 12 años más tarde fui padre por primera vez.
Con el primero no tuve muchas dificultades, pues ante las cabezonadas de mi hijo, ya desde el nacimiento, fui decidiendo sobre cómo solucionar los problemas que me planteaba. Un ejemplo fue que cuando ya andaba, era invierno y teníamos calefacción con radiadores eléctricos, cuya carcasa se ponía muy caliente. El niño se empeñó en querer tocar el radiador con el sinvivir que esto nos producía a su madre y a mí pendientes de él para que no se quemase. Después de unas dos semanas con este sin vivir, llegué a la conclusión de que la única solución era dejarle que tocara el radiador y así aprendería, por sí solo, que no debía hacerlo. Con gran dolor de nuestro corazón, al día siguiente anduvimos pendientes de sus movimientos, pero en esta ocasión en vez de gritarle para que no se acercase le dejamos a su libre albedrío, así que se acercó, puso la mano encima y se quemó dando un grito horroroso, luego hubimos de lavarle la mano, poner una pomada adecuada y envolverle la mano. A partir de ahí cuando iba correteando alocadamente y se percataba de que se acercaba al radiador, inmediatamente cambiaba su trayectoria alejándose del mismo. Fue duro pero efectivo. Más tarde, con más años, de vez en cuando cometía alguna tontería que le llevaba de nuevo a la zona de peligro. Es una tendencia en él.
Cuando adolescente, como es lo normal, se enamoró de una chica y ante determinadas cosas de ella, mi hijo se cogía unos disgustos morrocotudos y le avisé de que no tenía mucho sentido que se lo tomara así, primero porque todo era producto de la inmadurez y segundo porque lo más probable es que en poco tiempo se separarían y al final se uniría con alguna chica que ahora mismo ni conocía. Pero, claro está, que no sirvió de nada, tal como me confesó más tarde, “necesitaba meterse en los problemas para comprobar si yo estaba en lo cierto o no”, aunque no estoy muy seguro que esa fuera la causa de persistir.
Tal como me inculcaron, hice con mis hijos, adiestrándolos de palabra y de obra en el respeto a los demás, pero igualmente en la valentía de no dejarse avasallar por nadie, joven o viejo, para que siempre defiendan la dignidad de las personas, tanto la ajena como la propia.
Mis experiencias han sido variopintas con personas de diversa edad e identidad, desde compañeros de trabajo y estudios, a jefes, en mi trabajo, y clientes tales como directores de empresa, catedráticos universitarios, médicos, comandantes de la Guardia Civil a los que, imputándome falsas negligencias, para justificar sus errores o pretender ahorrarse dinero con mi empresa, tuve que responderles con crudeza poniéndolos en su sitio, pero siempre con respeto. Todo esto también lo transmití a mis hijos para que supieran defenderse.
No cuento los pequeños enfrentamientos con mindundis (persona de poca importancia, relevancia o influencia) de todo tipo, con los que uno se va encontrando en la vida y que intentan aprovecharse de ti o pretenden gobernarte o controlarte. No tolero avasallamientos, insultos, desprecios y otros, salvo en aquellos casos en que considero que “el no hacer aprecio es el mejor desprecio”
Mi determinación, en este campo, creo que ha sido muy positiva, para mí y para mis hijos.
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