El odio es un sentimiento profundo e intenso de repulsa hacia alguien que provoca el deseo de producirle un daño o de que le ocurra alguna desgracia.
Aversión o repugnancia violenta hacia una cosa que provoca su rechazo.
El odio se puede basar en el miedo a su objetivo, ya sea justificado o no, o más allá de las consecuencias negativas de relacionarse con él. El odio se describe con frecuencia como lo contrario del amor o el afecto. El odio puede generar aversión, sentimientos de destrucción, destrucción del equilibrio armónico y ocasionalmente autodestrucción, aunque la mayoría de las personas puede odiar eventualmente a algo o alguien y no necesariamente experimentar estos efectos.
El odio no es justificable desde el punto de vista racional porque atenta contra la posibilidad de diálogo y construcción común. Es posible que las personas sientan cierta aversión sobre personas u organizaciones, incluso ciertas tendencias ideológicas.
El odio es una intensa sensación de desagrado. Se puede presentar en una amplia variedad de contextos, desde el odio de los objetos inanimados o animales, al odio de uno mismo u otras personas, grupos enteros de personas, la gente en general, la existencia, la sociedad, o todo.
Después del revolucionario El origen de las especies, Charles Darwin publicó un libro de plena vigencia en la ciencia actual: La expresión de las emociones en el hombre y los animales (1872). Allí analizaba el origen evolutivo de muchas manifestaciones emocionales. Y, significativamente, dedicó todo un capítulo al odio.
Aristóteles –que distinguía entre ira y odio– o Nietzsche –“El hombre de conocimiento debe ser capaz no solo de amar a sus enemigos, sino también de odiar a sus amigos”, escribió– son otros de los pensadores que han tratado de explicar por qué está tan presente en la psique humana. Las teorías sobre su origen adaptativo, en general, suelen ir en esas dos direcciones.
Por una parte, como sugiere Nietzsche, sirve para mantener un cierto estado de alerta intelectual. En situaciones tan peligrosas como el falso consenso grupal –cuando creemos que todos estamos de acuerdo, aunque no sea así, por mantener la cohesión– solo los odiadores son capaces de actuar con lucidez. Algo que resultaría muy útil cuando, en el pasado de la especie, las decisiones colectivas equivocadas a veces suponían la muerte.
Por otra parte, como señala Aristóteles, puede ser una forma de ira no desahogada. Necesitamos ese sentimiento para separarnos de aquello que previamente hemos amado, como comprobamos cuando una pareja rompe. Es una gasolina vital diferente, pero igualmente útil evolutivamente: si una persona o idea nos defrauda, tenemos que generar inquina hacia ella. Si la podemos liberar, se convertirá en ira puntual, y de lo contrario, generará odio crónico. Cualquiera de los dos fue adaptativo cuando una decepción significaba una traición en la que el individuo se jugaba incluso la vida.
Creo que el odio más irracional es el odio al diferente bien sea por el color de su piel, su raza, su religión, ideología, situación económica, país, lengua, forma de hablar o de actuar, sexo, conocimientos, títulos, oficio, etc.
Este tipo de odio, en mi opinión, nació en el momento que la Biblia ubica el fenómeno de la TORRE DE BABEL. Aunque el Génesis hable solo de la confusión de lenguas, según los libros sumerios la cosa fue mucho más profunda y trascendente.
Los dioses que crearon la mutación del primate al humano mediante ingeniería genética (léase EL LIBRO PERDIDO DE ENKI) vieron que los humanos, conscientes en ese momento de que los dioses los esclavizaban, estaban planeando la forma de hacerse fuertes y echarlos fuera del planeta. Es por ello que los dioses, mucho más listos que los humanos y con muchísimos medios a su alcance, crearon un plan de respuesta que consistió en lo siguiente: Se repartieron el territorio y se fundaron tantos reinos como dirigentes superiores había, cada cual con su rey, y cada uno de ellos se llevó un número de humanos correspondiente a un reparto proporcional. En cada reino se impuso una nueva lengua hablada y escrita, totalmente diferente de las demás, así no podrían entenderse los humanos de un reino con los de otros. Se crearon las razas mediante ingeniería genética haciendo cambios en el ADN para cambiar la morfología y el color de la piel. Se crearon las religiones y cada una con sus ritos especiales acorde con el dios-dirigente del reino. Y lo más importante se inculcó el odio al que tenía diferente raza o color de piel, diferente lengua, diferente religión…se les hizo creer que ellos eran los mejores, los más guapos, los más listos, etc. y que ellos deberían matar hasta morir si era necesario, por su dios, su rey, por su religión, por su lengua.
Es evidente que eso aún funciona, así vemos a los separatistas que tienen diferente lengua e ideología, vemos a los dirigentes de ciertas religiones inculcando el asesinato de los infieles porque tienen otra religión. En el medievo la Iglesia Católica creo las Cruzadas para asesinar infieles. Cuando la conquista de América se mataba a los “indios” por no querer renunciar a su religión para adoptar la Católica. Muchas guerras se produjeron utilizando la religión como motivo aunque en realidad el motivo fuera el poder.
El sentimiento es tan profundo, sin duda heredado de nuestros ancestros, que cuando somos niños, de forma automática, el grupo odia al diferente.
Todos sabemos y algunos lo hemos sufrido, el llamado ahora acoso escolar y que algunos niños utilizan para revalorizarse ellos atacando a los que ven más débiles para a su costa crearse una reputación y un vasallaje.
No hay comentarios:
Publicar un comentario